lunes, 9 de marzo de 2020

El sueño



Eran muchos pedazos de arcilla con trozos de tierra, hojas y raíces tirados en el piso. En algún momento fueron materas colgadas, aferradas a una pared que separaba una casa de la otra. Mientras caminaban, sus pies evitaban pisarlos, como para no aumentar el daño que ya estaba hecho.

Era de noche. Felipe había llegado mucho antes, pero prefirió esperar afuera a su tía y a su papá. Le aterrorizaba la idea de entrar solo y encontrar algo peor de lo que vio desde la puerta, a la entrada. La casa había permanecido sola durante el día. Adentro los tres, con algo de miedo, detallaban cada parte, verificando que estuvieran las cosas más valiosas y que no hubiese ningún otro daño. No estaban dañadas las chapas de las puertas. No había huellas, ni evidencia alguna que demostrara el ingreso de una persona dentro de la casa.

Su tía pensó en los gatos, aquellos que merodeaban en los techos del barrio haciendo mucho ruido en las noches y corriendo las tejas con su algarabía acostumbrada. Su papá no decía nada. Sólo barría y recogía, al tiempo, los pedazos más grandes de tierra y arcilla. En silencio, Felipe, descartaba esa posibilidad. De una parte, consideraba que las materas estaban muy firmes sostenidas con el lazo a la pared; y por otro, no habría manera de que los gatos tumbaran cinco materas de forma consecutiva y con la fuerza suficiente para astillarlas en los muchos pedazos que fueron encontrando luego.

Habían pasado 15 años desde cuando la mamá de Felipe lo dejó ahí viviendo con su papá, su tía y su abuela, apenas cumplía 5 años. Fue un acuerdo de familia: su tía Luz había terminado la universidad, tenía tiempo y, sobre todo, amor para dedicarse a él. Los fines de semana y vacaciones los pasaría con su mamá. Mientras, tenía una casa grande donde jugar y donde aprender. A la derecha de la entrada había una sala enorme y detrás, en la misma línea, tres habitaciones, una cocina y por último el patio. A la izquierda, otra entrada que daba hacia un pasillo  que pasaba por las entradas de cada habitación,  la cocina y hasta el patio. Sobre el piso y frente a las alcobas había muchas plantas sembradas en macetas, otras colgaban de las materas fijadas en la pared. Su abuela dormía en la primera habitación, después de la sala. En seguida su tía Luz y la última la compartían su papá y él.

Las plantas eran la adoración de su abuela. Todas las mañanas se dedicaba a regarlas con agua, revolvía la tierra y limpiaba sus hojas. Les hablaba como si pudieran escucharla y sollozaba cada vez que alguna hoja se secaba o le caía algún parásito. Peleaba con los gatos que merodeaban los techos de las casas, cuando se metían y hacían sus necesidades en las materas o dañaban sus hojas. Había acostumbrado a todos a amar las plantas, a cuidarlas y a defenderlas; pero a Felipe no le gustaba ni siquiera regarlas, cuando su abuela se lo pedía.

Esa, era una noche domingo, el primero después de haber muerto su abuela de un infarto fulminante en el pasillo, mientras regaba sus plantas, justo al frente de la segunda habitación donde dormía su tía Luz. A partir de ese día, la tía Luz se trasladó a la primera habitación, aquella donde dormía la abuela, dejando la suya sin nadie que la ocupara.

Desde esa muerte, las noches no eran iguales para Felipe. Después de dormirse se veía caminando tras una sombra que arrastraba unas gruesas cadenas atadas a sus pies. El maullido de los gatos y el frío de del pasillo lo despertaban agitado con su pecho a punto de reventar. Con los ojos abiertos en la oscuridad se daba cuenta de que no había ni sombras, ni cadenas; ni escuchaba los sonidos de los gatos, y el frío permanecía calando sus huesos.

Una noche, antes de ese domingo, Felipe decidió dormir en la primera habitación con su tía; quería tener una noche diferente, conciliar el sueño y despertar tranquilo. Pero apareció la sombra. Esta vez, se le iba encima y le ataba las cadenas a su cuello, mientras lo colgaba en el pasillo al lado de las materas. Hacía mucho esfuerzo para poder respirar y mientras, los gatos maullaban en un coro estridente e infinito. De nuevo el frío, su pecho a punto de reventar y la arritmia lo levantaron de su cama. Su papá y su tía ya no estaban.

Después de recoger la arcilla, la tierra y las plantas todo estaba normal y se fueron a dormir. Esta vez, Felipe decidió quedarse de nuevo con su papá en la última habitación. En la primera iría su tía y la segunda seguiría desocupada. No podía alejar de su mente la imagen de las materas destrozadas en el pasillo.

A esa hora, la lluvia arreciaba y las goteras golpeaban con fuerza la puerta de la habitación. Tenía miedo de dormirse; sabía que no podría, sabía que sufriría. Al cerrar sus ojos, empezó a ver la sombra por el pasillo, acariciando las flores de las materas colgantes, mientras chirriaban las cadenas que arrastraba en el piso y los gatos empezaban a maullar. Felipe permanecía en pie, detrás; quería correr pero no tenía fuerzas para hacerlo. Un grito estruendoso desapareció todo y despertó. Con su papá salieron de la habitación y vieron a su tía Luz  con la mirada fija en la cabeza ensangrentada de un gato negro colgando como si fuese una de las materas desaparecidas.

Ninguno entendía nada. Su papá hizo de nuevo la tarea de recoger y limpiar. La tía Luz volvió a la habitación de adelante y Felipe se quedó en la tercera habitación con su papá. Nadie quería dormir, y menos Felipe que no quería soñar.

La mañana estaba avanzada cuando Felipe despertó. Su papá ya no estaba y notó la cama sin tender. Era raro, porque era lo primero que hacía siempre al despertar. Sobre la mesa de noche, todas las cosas estaban intactas, tal como acostumbraba acomodarlas antes de dormir. Sin hacerse muchas preguntas sobre eso y con el afán del día se fue a duchar para ir a su trabajo.

Era noche cuando regresó Felipe, al entrar a la habitación donde dormía, observó que todo seguía igual: la cama desordenada y los objetos acomodados en la mesa de noche. Su tía estaba en la habitación de adelante, pero no había visto a su papá en el transcurso del día. Él acostumbraba a madrugar más de lo normal y había noches en que no llegaba a dormir. Sin embargo, adicional a sus pesadillas algo no dejaba a Felipe tranquilo.

Esa noche estaba silenciosa como nunca. Ya sobre su cama, lo que menos quería era dormir. No quería enfrentarse a la sombra, ni a las cadenas. No quería escuchar el estridente sonido del hierro arrastrándose por el piso, ni el fino maullido de decenas de gatos. Pensaba en su abuela y en el dolor que sentiría por lo sucedido con las plantas sembradas en las materas colgantes. Quería compensar el daño ofreciendo una misa en su nombre. La imagen de su abuela se desdibujaba a medida que el sueño le iba ganado la batalla.

Aparecía la sombra en el pasillo, empezaba su andar arrastrando las cadenas atadas a sus pies. El frío helado recorría su cuerpo. En medio de la oscuridad se asomaban algunos ojos brillantes de los felinos que iban acercándose para empezar sus cantos. Un leve susurro empezó a escucharse. Era la voz de su abuela, como si fuese la sombra que empezara a hablarle. No entendía, pero algo  le obligaba a caminar, como sí el susurro lo manejara a control remoto.

El frío que calaba sus huesos lo despertó. La cobija y su cuerpo estaban helados. Sintió muchas ganas de ir al baño, y al bajar el pie para buscar a tientas algo para  ponerse sintió un líquido espeso que los enfriaba aún más. Al prender la luz notó que un charco rojo se había colado debajo de la puerta. Se puso en pie y al abrir pudo ver una línea roja que llegaba por el pasillo desde adelante. Caminó al lado, pasó la habitación del medio y llegó hasta la puerta de la primera habitación. El hilo de sangre se adelgazaba mientras entraba hasta que lo vio desaparecer en una baldosa. Su tía Luz no estaba en la cama desordenada y se sentía el calor de alguien que hace poco estuvo acostado ahí.

El pánico se apoderó de Felipe. Miraba hacia todos lados y no hallaba a nadie. Notó sus manos con manchas de sangre mientras en vano corría por la sala y el pasillo buscando a su tía o a su papá. Una serie de destellos aparecían y desaparecían bruscamente en su cabeza: Su papá, su tía, su abuela. Una especie de torbellino que crecía y crecía sin parar hasta el infinito. Paredes con sangre, gatos muertos. La realidad se le perdía.

Tres días pasaron y Felipe no había salido de su casa.  Estaba sentado en la segunda habitación, aquella donde dormía su tía antes de morir su abuela. Sus brazos abrazaban sus piernas mientras movía el cuerpo atrás y adelante, en un vaivén interminable. Sus ojos bien abiertos miraban algunos gatos muertos colgando en las paredes manchadas de sangre. Dos cadáveres yacían a su lado, con cadenas gruesas rodeando sus cuellos.

Yo, su abuela, lo veía despierto. Ahí, sin poder dormir nunca más, en su sonambulismo ya eterno.






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