Santiago de Cali, Colombia.
Sólo subía dos de los escalones, estiraba la mano para pasarle los
quinientos y bajaba corriendo para subirme por la puerta trasera del bus.
Algunas veces cuando no había ni siquiera los quinientos para negociar el pasaje,
tocaba tirarse por la puerta trasera después de que el último pasajero saliera
del bus.
Adentro, la música tropical que prefería el conductor atropellaba
el ruido de las conversaciones, de los pitidos y de ese sonido gaseoso que
emitía cuando frenaba abruptamente a recoger o dejar pasajeros.
Con el bus lleno, la velocidad y los frenazos inesperados, nos hacían
zamarrear hacia adelante y hacia atrás. No faltaba el valiente que gritaba: “Señor,
ponga cuidado que no está transportando vacas.” No faltaba tampoco quien se durmiera.
El señor que subía con los bultos y el racimo de plátanos, la
señora gorda que atravesaba el bus llevándose consigo a todas las personas que
encontrara a su paso, el niño que se vomitaba en tus pies, el alegato de una
pareja, el señor que despedía olores nauseabundos de sus axilas o el que se
subía a cantar con su guitarra, hacían de cada viaje una aventura única.
“Nenas mayores de 18 años, no pagan y van sentadas en las piernas
del chofer” uno, dos tres y muchos
adhesivos pegados alrededor del bus podían leerse sobre todo cuando estaba
vacío. Buscar el puesto al lado de la ventanilla con sombra era una especie de clímax,
pues podía disfrutar del viento y el paisaje de la ciudad. Adelante, el
conductor adornaba lo que era su “casa ambulante” con alfombras de terciopelo,
colecciones de carritos o un zapatico de bebe. Al lado, una butaquita
alfombrado donde lo acompañaba una mujer con un niño en el recorrido por la
ciudad.
Tres cuadras antes de la llegada, con el bus lleno y lejos de la
salida era una situación de gran preocupación: “permiso, permiso, permiso,
permiso, permiso…” mientras, pisaba, y apretaba mi cuerpo con la señora que
tiene la chuspa en la mano, el señor de bigotes y respiración fuerte, la joven
de maletín escolar y no sé cuantas personas más… Por fin veía la luz al final
para con un salto largo pisaba el andén. Con el bus vacío era cuestión de agarrarse
bien y tener equilibrio. Me dejaba en la esquina de mi casa.
Tenia una bola de billar en la palanca de cambios, o un cucarrón de colores incrustado adentro, tenían el logo de superman en la cabrilla.
ResponderEliminarhabia que quedarse pegado del timbre cuando el chofer no paraba a tiempo.
El que se subia a vender bananas....
tiempos que no volverán