Sus ojos vidriosos trataban de sostener el cielo evitando que le cayera encima. Tirado permanecía en el piso, con su espalda sobre él. Su boca temblorosa se entreabría y se cerraba una y otra vez, mordiendo la ansiedad eternamente. Sus dedos intentaban apretar con mucha fuerza las palmas de las manos, intentando destruir a aquello que culpaba. Era en vano, el humo se escapaba entre las hendiduras más pequeñas de sus dedos.
El tiempo era generoso y alcanzaba a regalarle en su mente, unas ráfagas de aquello vivido. Caminaba sin rumbo en medio de casas vencidas por el calor, el viento y la lluvia, cubiertas con tejas rústicas y hechas con paredes que olían a barro seco y cal. Otras, la mayoría, estaban cubiertas de latas y cartón grueso. Las puertas eran de madera, descoloridas y aseguradas por fuera con cadenas gruesas y oxidadas en las que pendían candados de todos los tamaños.
Seguía avanzando, detallando ahora las casas que no tenían paredes. Tenían plásticos de diferentes colores, sostenidos por palos improvisados para dar privacidad a quienes adentro estaban. Afuera y más adelante, muchas personas estaban sentadas, paradas, acostadas en el piso. A partir de ahí no había nada que los protegiera. Nada de privacidad. Nada de intimidad. Eran personas, seres que aún eran y son humanos. Que soñaron algunas vez en sus vidas estar en cualquier lugar del universo, menos en el que se encontraban ahora.
Aún caminaba. Ya no podía sólo mirar. Sentía su espíritu incómodo, tratando de entender por que estaban esas vidas ahí. Veía muy poca vida. Sentía como si sus pensamientos fueran cayendo en una especie de pozo oscuro y estrecho. Cada vez más oscuro. Cada vez más estrecho. Hubiese querido que todo eso no fuera cierto. Pero ahí estaban: Las casas, las improvisadas y la gente, los que las habitaban y los que sin nada permanecían, quizá no vivían. Las personas, las que sobre el piso con sus ojos miraban fijamente a la nada, con frascos de vidrio o plástico de color amarillo o algún con objeto entre sus dedos que desprendían cualquier humo.
Su caminar ya era lento. El calor levantaba los olores nunca antes sentidos. Prefería cualquiera, antes que sentir aquel fétido y repugnante olor a excremento. Ahora veía a muchos de pie y haciendo fila con pedazos de cartón en sus manos. Avanzaban lento hasta llegar a una gran olla donde alguien servía con un cucharón en el cartón que sostenían. Alrededor basura. En medio ellos. Muchos seres humanos que no se distinguían uno del otro. Rostros curtidos, algunos cubiertos por largos y gruesos cabellos que cubrían sus caras. Vestidos con telas grises y oscuras. Parecían una producción en serie de máquinas de hacer hombres con muy poco o nada de aquello que se puede llamar vida.
El camino no parecía tener fin. Un mueble que fue inútil para alguien, ahora albergaba a uno de ellos. Una llama brotaba en medio de plástico y papel, iluminando la noche que había llegado y el frío que hacía unos minutos había espantado el calor. Mientras sus miradas seguían perdidas. Parecía que huyeran del mundo que no les había correspondido. Parecía él quien no estaba en vida.
En su avanzar ya lento, sintió que alguien se había percatado de su existencia. Lo miraban. Había una mirada de ilusión, una esperanza en una niña que aún vivía. Eran unos ojos grises llenos de una vida que el destino se encargaba de nublar. Algunas, quizás muchas lagrimas se habían encargado de encostrar mugre en sus mejillas.Uno que otro cabello, aún sin engrosarse como los demás, merodeaba sus labios resecos. En su mano agarraba un frasco lleno de una sustancia amarilla.
Sus pasos se detuvieron. Quedó paralizado ante la mirada. Su mente y su cuerpo ahora estaban detenidos en ella. Un remolino que envolvía su espíritu en aquella imagen que lo paralizó para el resto de su vida. Estaba en el lugar del laberinto donde no habría más salida. Bastó un instante para caer en lo que su vida hasta ese momento desconocía.
Ahora era él quien en un andén dormía. Ahora era su mirada la que en el infinito se perdía. Ya ese, no era un mundo ajeno, le pertenecía. Era su mundo. En aquel laberinto, jamás pudo encontrar una salida.
El tiempo ya no fue más generoso. Tirado en el piso, vio al cielo ponerse borroso. Borrosa su mente. Ahora el cielo se le caía encima.
Cuento escrito en el año 2007.
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