La mano tosca y de uñas despintadas
aprisionaban la chiquita, la de aquel bracito que se extendía en su totalidad
para servir de lazo y evitar quedarse atrás, en el caminar lento para ella y de
mucha velocidad para él.
El polvo se levantaba con cada paso, y el
pequeño con la mirada en el piso, aprovechaba para patear cuanta piedrita se
apareciera en su camino. Era su juego favorito en esas tardes de largo caminar.
El sol se arrojaba con todas sus fuerzas sobre el cabello negro y medio
ondulado de ella, quien ocupaba su otra mano con una pesada bolsa de plástico.
A esa hora nadie acompañaba el andar por el
camino irregular entre arbustos y tierra seca. El olor fétido de las aguas
negras empezaba a llegar con el poco viento a medida que avanzaba en el camino.
Uno que otro grillo cantaba, casi armonizando cada paso dado.
Sólo faltaba atravesar el canal de aguas negras
por encima del puente de madera para llegar a las casas hechas de madera, con
sus techos irregulares de lámina , plásticos y tejas de barro. Muchos niños
corretiaban, saltaban piedras y montículos para saludar al chiquillo que aún
era sostenido con la misma fuerza por la mano que no lo aflojaba. Descalzos,
con la cara gris del sudor y el polvo mezclado, corrían despavoridos por todas
las calles improvisadas con huecos zanjados que servían para sacar el agua en
tiempos de lluvia.
Sin detenerse, ella seguía al ritmo de su paso,
atravesando ahora las casitas de madera, algunas con los lavaderos de ropa en
el frente, otras con sus puertas hechas con tablas. Ahora el estaba suelto y
corría, seguro de la dirección que debía seguir. Pasaba en frente su casa y llegaba justo
donde ell camión acababa de botar el material reciclado.
La caminata había terminado para ella, quien
llegaba derecho a la cocina para encender la estufa de petróleo, a esa hora del
día ya debía estar listo el almuerzo. El chico también terminaba: se arrojaba de
cuerpo entero sobre la montaña de hojas, alambres, plásticos y miles de cositas
que servían para reciclar. Era la máxima aventura jamás vivida.
Años después otros niños corretean, saltan piedras y montículos, descalzos y con la cara gris del sudor y el polvo que se mezclan. Ahora ella no camina
mucho, no hay estufas de petróleo y el puente no es de madera. Mientras, un hombre ve a
sus hijos arrojarse de cuerpo entero sobre una montaña de pelotas de plástico. Es
para ellos la aventura máxima jamás vivida.
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