Hace algún tiempo pensaba que la verdadera guerra era aquella que
vivían las miles de personas que a diario caminan sobre el asfalto buscando
algo para llevar a su familia y tener algo para comer. Me refería a una guerra de
seres humanos con escasos recursos económicos, La guerra contra el desempleo,
la guerra contra la falta de oportunidades, la guerra contra el abandono. Pero
sobre todo, me refería a la guerra contra el hambre. Esa era la guerra de la
que hablaba.
Una guerra invisible, aquella que poco se muestra por los noticieros.
Una guerra provocada por las necesidades básicas insatisfechas para la gran
mayoría de la población (Según cifras del DANE el 64% de la población en
Colombia viven en condición de pobreza). Hoy pienso igual: Sí, es una guerra.
La tragedia que viven miles de hermanos colombianos, con hambre y con pocas
oportunidades de salir vencedores.
Pero debo admitir hoy que aquella guerra de la que hablan los
noticieros, el gobierno y de la que hablan la mayoría, es significativamente
dolorosa para otra gran parte de miles de hermanos colombianos: 5.600.000
víctimas a causa del conflicto armado.
Cinco millones seiscientos mil es un número crudo y visto en
letras frío, más que crudo. Pero dentro de ese número, hay almas. Seres humanos
que despojados de su vida, han sido reducidos a la mínima expresión de lo que
significa existir (Sí es que aún existen). Casi que a diario llegan desplazados
a las ciudades principales.
Personas que su vida entera la han dedicado a tirar semilla, acostumbrados
al olor de la tierra, al ruido de los pájaros y vacas, al sol que acaricia sus
frutos, llegan a la ciudad. Al asfalto, al humo, al ruido de los carros, al
lugar donde hay gente que se viste con corbata. Algunos llegan asustadizos,
como ardillas atrapadas en la jaula de cemento. Temerosos de las personas y
despojados absolutamente de su mundo material.
Personas que terminan acostumbrándose a su única pierna, viudas
eternas que lloran cada fosa con la ilusión de encontrar los restos de quien
algún día salió sin volver, niños que desdibujan su mundo con paredes de
cemento que encierran la ilusión de correr libres por los campos, mujeres con su pudor derrotado por una guerra eterna…
Cinco millones seiscientos mil quizá sea poco… para el valor del
dolor de todos los que han sufrido la barbarie de esta guerra. Así y a pesar de
todos los miles de millones de pesos que invierte el gobierno para reparar,
siguen apareciendo víctimas y más víctimas.
Pensando bien, esta también es una guerra invisible. No tanto para
el gobierno, ni para los medios de comunicación, paradójicamente pienso que sí
es invisible para la mayoría gente de la ciudad, quien se muestra insensible
muchas veces frente a una persona desplazada. Pero más que a ellos, parece una
guerra invisible para algunos sectores políticos. Invisible por su actitud de
propiciar más la guerra, invisible por propender más en inversión de armas,
invisible sobre todo, por ser enemigos de unos diálogos, que a pesar de todos
sus cuestionamientos, podrían redundar en un paz, parcial quizás en esta
guerra, inútil quizá en la primera guerra a la que hago referencia, pero paz al
fin y al cabo, que podría disminuir algo de lo que vivimos tristemente en
nuestro país.
Mi conclusión es sencilla, quizá poco sabia, pero es esta y no
otra: En Colombia no hay una guerra, son dos. Ambas cruentas, ambas crueles,
ambas invisibles y ambas con enemigos: Políticos y sectores de la sociedad que
evitan la paz.
Por eso es evidente que cualquier intento de evitar un asomo de
paz en alguna de ellas, es un claro y evidente intento de homicidio o
genocidio. Si no apoyamos la paz, apoyamos la guerra, y sí apoyamos la guerra,
quiere decir que estamos de acuerdo con los muertos, con el sufrimiento, el
dolor de muchos, el dolor de esos 5.600.000 más el dolor de una cifra
indescifrable de los tantos miles que viven en la urbe en medio de la miseria.
Apoyar la paz es un deber. Pero la apoyamos no sólo con la simple
voluntad de hacerlo. La apoyamos cuando hacemos una labor comunitaria, cuando
nos solidarizamos con acciones que brinden espacios de felicidad, cuando
respetamos a los demás. Pero más la apoyamos, cuando votamos por un gobierno
responsable con la vida, enemigo de la guerra como discurso, pues finalmente es
el gobernante quien puede tener en su decisión, políticas de estado para
aportar a la paz.
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