Era el campeonato mundial de fútbol en Rusia 2018. En el
televisor se transmitía el partido entre Brasil y Suiza. Cada vez que aparecían
los jugadores de Brasil en la TV, los señalaba con la mano empuñada y mi dedo
pulgar hacia arriba mirando a mí hermano Davinson. Éste a su vez hacía un gesto
de desagrado y moviendo su mano grande de manera brusca, la empuñaba y con su
dedo pulgar también señalaba al mismo equipo, pero hacia el piso.
Tenía 8 años cuando me llegó la noticia: Lo bajaron del
“Chirimoyo”. No entendía, -ni lo entiendo hasta ahora- que significaba la
palabra “Chirimoyo”, pero sí entendía que al nacer mi hermano, podría perder la
prioridad de las demostraciones afectuosas a las que mi mamá me tenía acostumbrado.
A pesar de eso, sentía no tener ninguna preocupación, al contrario, me daba
mucha felicidad poder tener alguien con quien poder compartir todas esas tardes
eternas cuando jugaba sólo a ser un superhéroe.
Ahora estiraba su dedo corazón hasta que se quedara erguido,
hacia arriba, mientras el resto de los dedos los apretaba con la palma de su
mano. Seguía señalando a los jugadores de Brasil. Al tiempo doblaba sus piernas
hacia arriba con brusquedad. Las ruedas de la silla se movían levemente hacia
atrás. Mi dedo pulgar seguía hacia arriba y le mostraba, ofreciéndole con la
otra mano un billete de 2.000 pesos. En ese momento tiró su cabeza hacia atrás
y sin mirarme, dejó de hacer el gesto con su mano y empujó las ruedas hacia
atrás, alejándose, con la vista en otro lugar.
Fue mi tío quien me llevó al hospital del Barrio Alfonso
López. Y cuando pude entrar hasta donde mi mamá, ahí lo vi: Chiquito. Muy
chiquito. Arrugadito. Con los ojitos cerrados y un poquito brotados. Trigueñito.
Sus piernitas chiquitas y flacas estaban dobladitas. El asombro me duró algún
tiempo. Nunca había visto a alguien tan chiquito.
Fue creciendo y no entendía muy bien porque no pronunciaba
mi nombre. Tampoco entendía por qué mi mamá y mi padrastro siempre lo cargaban,
a pesar de poder caminar como los demás niños. Sin embargo eso no era problema.
La pasábamos jugando en la cama y peleábamos con un oso de peluche que
intentaba tirarme hacia un abismo lleno de culebras. Pero ahí estaba mi hermano:
Siempre me salvaba agarrándome duro del brazo, para no dejarme caer.
Pasaba el tiempo y veía a mi mamá intentando todo: clara de
huevo crudo en las rodillas, caldo de palomo, terapias en un instituto
especial. Mil cosas, mil formas, mil amores de ella y de toda mi familia.
Quería y queríamos todos que el niño pudiera caminar. Soñé un día verlo correr y
jugar conmigo en la sala de la casa. Así fue creciendo y nos empezamos a
acostumbrar verlo desde su silla regalando abrazos y sonrisas a todo el que
veía.
El partido seguía. Me fui hacia él mientras le mostraba el
billete y le insistía mostrándole el dedo pulgar sobre la misma imagen. Frunció
su seño como pocas veces lo hace y empuñó su mano derecha. Después se
distensionó, pero ante mi acoso, templó sus brazos y con una mano estiró un
dedo al frente y en la otra estiró dos. Al tiempo cerraba su boca y hacía un
gesto de “mimado” típico cuando un niño está a punto de llorar. Me mostraba un
1 y un 2, con tristeza.
No nos dimos cuenta cuando dejó de ser niño. Y aprendió
desde su silla, con movimientos bruscos a punta de señas a hacer muchas cosas.
También a comunicar muchas otras. No se paró de la silla. Entendí luego que una
meningitis lo había dejado sentado para siempre. Se entretenía viendo
televisión, especialmente los canales de deporte. Principal y luego
exclusivamente, canales de fútbol. Al ver a mi hermano menor y a mí con la
afición por la selección Colombia, terminó amando a esos once hombres que
corren por un balón con ese uniforme que tiene una figura de balón en la parte
del pecho sobre el lado izquierdo.
Por estos días del mundial de fútbol, cuando llego a
visitarlo, siempre sale en su silla y después de una sonrisa y de abrir sus brazos
para que me le vaya encima, me muestra un círculo irregular que logra hacer,
tocando la punta de su dedo índice y su dedo pulgar de la mano derecha, en el
lado izquierdo de su pecho. Una de las emociones más grandes que tiene es
cuando juega la selección Colombia. Ama la selección Colombia.
No entendía lo que me quería decir mostrándome un uno y un
dos con sus manos, hasta que hizo el gesto de mimado, de lamento. Entendí
perfectamente lo que me estaba diciendo. Claro, Colombia 1, Brasil 2. Perdimos
con ellos en el mundial 2014. Se acordaba. Jamás iba poner el dedo pulgar hacia
arriba cuando aparecen los jugadores de Brasil. No hubo remedio, le di los
2.000 pesos. Me regaló su sonrisa y luego, el abrazo más lindo del mundo.