Algunas nubes jugueteaban formando figuras de animales al ritmo del viento sobre el inmenso fondo azul. Atento y sin perderle vista, competía con mis primos al que primero lograra identificar las figuritas que recién se formaban: Ballenas, conejos y sapitos. Sí muchos sapitos hechos de nubes. Los tres permanecíamos tirados, extendidos boca arriba sobre el volco del camión, al lado de las palas y con algunos muchos granitos de arena que se deslizaban al vaiven del andar de la volqueta.
La volqueta frenaba toscamente. Nos sacudía a
lado y lado, y nos dejaba amontonados en cada parada. siempre pasaba acompañado
de un ruido gaseoso, algo así como un chorro de aire que sonaba cada vez que
paraba. Las nubes se nos perdían, aunque las volvíamos a encontrar en forma de
sapitos cada que volvíamos a quedar mirando hacia arriba.
Las casas y los edificios quedaban atrás. La
carretera pavimentada también. Las nubes no nos dejaban de acompañar, las risas
tampoco. Ahora ya no nos amontonabamos, ahora saltabamos cada que la volqueta
bajaba un hueco y subía un montículo. Se sentía como si estuvieramos en una montaña
rusa, poco extrema, pero parecía.
Nos parabamos rápido para bajarnos y ahora
apostabamos al que primero lo hiciera. Las llantas sin rodar eran el último
escalón. Las nubes seguían en el cielo, pero ahora nos emocionaba correr y
correr. Saltar piedras, patear arena, recoger palos, coleccionar piedras.
Mientras, sonaba el rastrillo de la pala cuando entraba en la arena húmeda.
También sonaban los miles de granitos que salían de la pala e iban llenando
poco a poco el lugar donde minutos antes permanecíamos tirados. Pero ningún
sonido era más fuerte que los chillidos de cientos de sapitos que habían alrededor.
Dos hombres metían la pala con fuerza a la
arena, la sacaban y la alzaban con fuerza para seguir llenando el volco. Uno de
ellos era mi papá. El conductor con la espalda en la puerta de su volqueta,
permanecía quieto, vigilante. Se encontraba con sus brazos cruzados sobre su
pronunciado estomago y sus largos pies bien abiertos, vigilando las paladas de
la arena y de reojo a nosotros. Era mi tío.
Varios sapitos saltaban entre la arena y la
humedad casi al tiempo que nosotros también lo hacíamos. Ahora mirabamos al
piso y no al cielo. Con un trozo de la rama de un árbol jugabamos a empujar a
los sapitos. Yo me empecinaba con uno de ellos. Lo empujaba cada vez más
fuerte, haciendolo girar bruscamente como si fuera una pelota. Así lo hice
muchas veces, hasta que el sapito dejó de moverse. No sabía lo que había
pasado, el sapito ya no saltaba, ya no croaba. Mi tío que vigilante estaba, si sabía lo que había pasado y lo había advertido a mi papá. No se en que momento el mismo trozo de la rama ahora estaba en la mano de mi papá.
El volco estaba lleno. Ahora mi papá y el otro
hombre se encaramaban y se acomodaban sobre la arena. Me costaba abrir la
puerta de latas para entrar a la cabina. subía primero que mis primos. Era la última aventura, ya sin emociones. Al lado se subía mi tío, en frente del timón. El tosco sonido
del motor se sentía con fuerza, al girar las llaves. También se escuchaban las latas de las puertas y del volco.
Algunas lágrimas aún permanecían en mis
mejillas. En mi piernita derecha apenas empezaba a verse uno que otro morado. Sentía dolor en mi pierna, aunque más me dolía mi corazón, por que ya el sapito no existía. La rama del
árbol seguía en la mano de mi papá, que estaba encima del volco. Ahora ya
no habían nubes. Ya no habían juegos. Ya el sapito nunca más volvería a saltar, nunca más volvería a croar. Se había ido para siempre a formar otra de las muchas nubes, que aparecerían al otro día en el cielo.