Fijaba su mirada largos minutos frente al espejo. Sus ojos negros
brillantes parecían congelados fijándose en el polvillo rosado que recién caía
sobre sus mejillas. Bajaba lentamente su mirada y se detenía en los labios
gruesos recién coloreados de rojo intenso. Los encogía apretando sus dientes
con la boca abierta mientras un pincel bordeaba sus líneas casi de manera
perfecta.
El rito estaba a punto de terminar. Estiraba sus manos y evitaba
rozar sus uñas con cualquiera de los frasquitos que amontonaba en la mesita, mientras
cogía las llaves. Al ponerse de pie, el corto vestido que le apretaba su cuerpo
se le subía bruscamente. Casi de inmediato las palmas de sus manos intentaban
en vano bajarlo hasta más no poder. Unos
tres pasos acompañados con el sonido que producía un tacón alto bastarían para
llegar a la puerta.
Era la misma hora del mismo
día, que eran todos los días. Un reloj dentro de un círculo plateado colgado en
la pared mostraba el número nueve y luego el cuarenta y tres. Aquel viernes
algo detendría su impulso:
-Mami, ¿a qué hora vuelves?
El caminar de Camila se detendría, y sin mirar hacia atrás respondía
golpeando cada palabra pronunciada con su acento:
-¿Qué haces despierta Juliana? Duérmase rápido.
Como todas las noches, Juliana permanecía con la cara hacia arriba
y con la mirada fija en el techo, cubierta con la cobija hasta la parte final
del cuello. Sus ojitos estaban bien abiertos, sombreados por sus largas y curvas
pestañas. La luz amarilla del bombillo seguía iluminando la habitación, como
toda la noche y madrugada, como todas las noches y madrugadas.
-Mami, siempre te vas en la noche y me dejas solita.
Un suspiro y un giro súbito hicieron que ahora Camila detuviera la
mirada en los ojos de su pequeñita. No habían palabras. Sus ojos se
inundaban progresivamente mientras empuñaba las llaves en una de sus manos. Recién se atragantaba sus palabras, y de nuevo un giro la ponía frente a la puerta, que
abrió y cerró bruscamente. Ya Camila no estaba en el cuarto, que se quedaba con
la luz encendida y los ojitos de Juliana bien abiertos, sombreados por sus
largas y curvas pestañas.
El reloj mostraba el número seis, después un punto encima del otro
y luego un número cuarenta y tres. La luz del bombillo amarillo a esa hora era
vencida por la claridad del día. La puerta del cuarto se abría y se cerraba de
nuevo. Esta vez un ligero chirrido reemplazaría la brusquedad con que se había
cerrado antes la puerta.
A esta hora poco le importaba a Camila que tan arriba estaba el
vestido. Sobre la mesa, algunos frasquitos se caían con el golpe de las llaves
que recién habían sido arrojadas. Su rostro se había desprendido de los
polvillos de la mejilla y del grasoso color que repintaba sus labios.
Torpemente se quitaba los tacones con la ayuda de los pies. De
manera sigilosa y desequilibrada llegaba hasta la cama para sentarse en la
orilla y luego estirar lentamente su cuerpo. Sollozaba.
El frío de su cama la hacía estremecerse y acurrucar su cuerpo
cruzando las manos para apretarlas con sus rodillas. Como todas las mañanas y después
de unos segundos, estiraba su mano derecha para bajar la cobija que permanecía
en la misma posición. Agarraba la foto de medio cuerpo, y la apretaba en su
pecho. En ella, los ojitos de Juliana permanecían bien abiertos, sombreados por
sus largas y curvas pestañas.
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