DISTRITO DE
AGUABLANCA, Cali, Colombia 1986.
El sonido repetido
de un balde que raspaba el piso con agua me despertó. Me senté en la cama para
ponerme las chanclas que no estaban en el lugar donde las había dejado. Flotaban. La
puerta estaba abierta y el viento helado que entraba solo era obstruido por mi
mamá, que acurrucada intentaba sacar el agua con un balde. Levanté el
toldillo y me bajé de la cama. De inmediato sentía como si miles de hormiguitas
se me subían por los pies. Caminaba pateando el agua hasta llegar a la cocina
para coger un jarrón metálico vacío. A esa hora aún la mechita que salía del frasco transparente
lleno de alcohol seguía encendida.
Salía de la casa y el cielo aún gris, desprendía una que otra gotica. Mi mamá seguía en su tarea. Ya casi no quedaba agua dentro. Arrastraba el agua de la calle con los pies hasta llegar a la esquina de la casa. Habían unas cinco personas una detrás de otra. Yo era el único niño y era la sexta. Sentía frio. Mientras esperaba, distraía la mirada en los cientos de renacuajos que en el piso buscaban desesperados no quedar náufragos en medio de los lugares que iban quedando con poca agua. Veía también a mis vecinos a la entrada de sus casas como en una coreografía: inclinados y con balde en mano espantando la humedad de sus casas. Llegaba mi turno y me inclinaba sobre el grifo de agua para poner la jarra dentro. Un chorro fuerte lo llenaba rápidamente.
Entraba de
nuevo a casa directamente hasta la cocina. Un mesón hecho con dos tablas y cuatro
palos sostenía una estufa pequeña y redonda. Me fijaba que tuviera petróleo
en la base. Con mis deditos sacaba algunas mechitas para que sobresalieran de
la lata y luego las encendía. Ponía encima el jarrón y le echaba un
pedazo de panela dentro.
Mientras el
agua se calentaba, un ligero olor a petróleo empezaba a mezclarse con el de
tierra mojada. Una lagartija hacía movimientos rápidos sobre la pared de
esterilla. Sentía cosquillas en la vejiga y salí corriendo
hacia el baño. Con alguna dificultad abrí la puerta pesada de madera. El sentadero estaba hecho con palos y la humedad que lo cubría me obligó a permanecer de pie. Rápidamente me bajé la
parte delantera de la pantaloneta y un chorrito amarillo salió con fuerza. Me
gustaba verlo caer en ese inmenso hueco oscuro y casi sin fondo. Me gustaba el
sonido de la caída con eco…
En la cocina
mi mamá vaciaba el aguapanela caliente en un pocillo agrietado. Ya su misión
había sido cumplida y ahora el piso que antes era pantanoso se había convertido
en fango. Con pequeños sorbos tomaba el agua dulce y mordía pedazos de pan. Mi
mamá hacía lo mismo. Sentía frío. Apretaba el pocillo con ambas manos y sentado
en la banca veía como del cielo gris se desprendía una que otra gota. Mi mamá
miraba al cielo y luego me miraba a mí. De repente ya no era una que otra gotica,
eran muchísimas goticas.