Crónica.
Tito sollozaba. Sus ojos lentamente se ponían brillosos y miraba asustado a su alrededor. Su padre sentado, atento,
leía torpemente cada uno de los números que estaban anotados en unas hojas amarillas
y ajadas en cuatro partes iguales. Sus seis hermanos esperaban afuera en la
sala de estar. Dos sillas grandes eran suficientes para todos. En silencio
abrían sus ojos hasta más no poder, y detallaban minuciosamente cada objeto del
lugar al que habían llegado.
Tito lloraba. Su madre intentaba
cargarlo, pero él se le escurría de los brazos. Mientras, su padre narraba los
tres días que duró el viaje desde Bocas de Satinga. Afuera dos costales y una maleta al lado
de uno de los sillones parecían vigilar a sus hermanos. No había voces, no había
risas, no había juegos.
Tito gritaba. Se revolcaba en el
piso. Su padre interrumpía la declaración para auxiliar a la esposa, quien
intentaba calmarlo. Sus seis hermanos no se inmutaban. Su madre se quedaba
sentada mirándolo en silencio. Era inútil. A sus dos añitos de vida parecía
sentir el mundo que se le había ido y el que le había llegado.
En enero una pareja con sus siete
hijos, obligados a dejar sus tierras, víctimas del conflicto armado interno, llegaron a Cali.
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