Cuando era niño mis papas me decían: “hay que estudiar para ser alguien en la vida”. Y tenían mucho de cierto. Mi tía era una profesional de mucho respeto y los vecinos llegaban a la casa para pedir ayuda en las tareas o situaciones cotidianas de difícil solución.
En aquel entonces, la educación tenía un cierto prestigio social, pero también representaba una posibilidad de ascenso económico y una oportunidad para recompensar la inversión hecha por los padres. El cartón de profesional se exhibía como un valioso trofeo y su poseedor tenía en sus manos casi que un futuro asegurado. Así mismo, el maestro era respetado. Ser maestro representaba liderazgo, opinión y sobre todo respeto. Desde el punto de vista salarial tenía los beneficios merecidos y muchos deseaban tener el honor de ser llamado Licenciado.
Pero todo cambia, y no necesariamente para bien. Poco a poco las leyes ministeriales insertaron en el sistema educativo la flexibilización de los procesos de enseñanza, a la vez que se disminuyeron los salarios y los beneficios de los maestros estatales. La legislación educativa favoreció la proliferación de múltiples instituciones privadas, y éstas en vez de ser un complemento a la falta de cobertura de las instituciones públicas, se convirtieron en un obstáculo para mejorar los procesos de enseñanza.
A nivel de educación primaria y secundaria, se legisló la ampliación de cobertura en las instituciones privadas. Lo bonito de la ley era que los niños y jóvenes de los sectores populares tenían garantizado el acceso a una educación casi “gratis”, sin importar lo público o lo privado de la institución educativa. Lo feo fue que muchos aprovecharon el “negociazo” y metieron pupitres en sus garajes, colgaron tableros y contrataron estudiantes de licenciatura o de cualquier otra carrera, para que enseñaran a cambio de un sueldo miserable, en relación con el número de estudiantes que debían educar. A cambio, los dueños de los garajes recibían $500.000 o $600.000 anuales por estudiante. El resultado: Hacinamiento, mala calidad de enseñanza, deficiencia de espacio físico y falta de herramientas pedagógicas. Todo ello sería igual a una deficiente formación académica.
En la educación superior, empezaron a florecer cientos de instituciones privadas, técnicas y tecnológicas que pretendían entregar jóvenes al mercado laboral con un conocimiento más práctico que teórico. Ello apareció como la oportunidad perfecta para muchos que vieron la posibilidad de montar su “negocio” con ello. De ahí que se empezaron a ofertar diferentes carreras técnicas y/o tecnológicas, sin ni siquiera contar con las herramientas necesarias para cada uno de los programas que ofrecían. Tristemente la educación se convirtió en una mercantilización, no del conocimiento ni de los saberes, sino de ingenuos cerebros con ganas de formarse. A esto se le suma la deficiencia administrativa, las precarias condiciones salariales en las que se encuentran los docentes y las promesas incumplidas a los jóvenes que llegan con ilusiones de aprender algo con que defenderse en este difícil sistema.
Hoy día aún los padres dicen a sus hijos: “hay que estudiar para salir adelante”. Aún existe la ilusión de que el sistema educativo nos “salve”. Y debería ser así. Yo también confío en ello. El problema es que el prestigio que tenía antes, se perdió, sobre todo en estos últimos gobiernos se han interesado más en armas que en educación. No sólo es querer estudiar, es también ver las garantías que las instituciones ofrecen (sobre todo las privadas), y el panorama es complicado, cuando estas instituciones priorizan el negocio por encima del compromiso del saber. Recuperar el prestigio y el sentido de la educación, demanda una tarea ardua y compleja.
Pero es hora de tomar iniciativas que busquen la exigencia a estas instituciones para que se comprometan de manera seria y responsable a la labor que dicen hacer. Recuperar la calidad de enseñanza es exigir un buen control administrativo, un currículo acorde a las necesidades del entorno y de los materiales que disponen las instituciones, y un salario digno para los docentes calificados que participen del proceso. Hablo aquí de la educación privada.
En cuanto a la educación pública, el trabajo se debe enfocar en las prácticas pedagógicas del docente. Pero se necesita ir más allá de la escuela como espacio físico: es necesario insertar al padre de familia dentro del proceso educativo, promover las escuelas de padres, de tal forma que se acompañe el proceso de formación desde la casa.
En ambos casos se requiere dignificar la labor del maestro. Un maestro mal remunerado y con pagos atrasados poca garantía ofrece para una eficiente formación. Es hora de exigir a estas instituciones privadas que conviertan su negocio en un verdadero espacio donde confluyan los verdaderos saberes y que brinden la oportunidad a la gente de los sectores populares de “ser alguien en la vida”.