El cielo lloraba sin consuelo y parecía condolerse de Pedro, Luciano y otro hombre que con sus manos encadenadas caminaban abajo de él. Sus enormes lagrimas resbalaban por esos cuerpos y terminaban ahogando cientos de hojas que cubrían el piso. Otros cuatro hombres armados los guiaban, aunque no parecían no tener rumbo. Quien sabe cuántos kilómetros habían quedado atrás de los miles de pasos dados.Tampoco podían ya saber cuanto era el dolor en sus tobillos, después de tanto asentar y levantar los pies con fuerza del fango que intentaba no dejarlos andar. Los zapatos cedían ante el barro. Eran incapaces de resistir al sendero que parecía no tener fin.
El cielo se calmaba un poco. Pero aún sollozaba y con cada suspiro una corriente de frío se colaba entre la ropa de los caminantes hasta llegar a lo más profundo de sus huesos. La oscuridad había llegado. Algunos de ellos no podían ya sostener los párpados arriba. Bostezo tras bostezo, anhelaban tener un lugar cómodo donde tirar sus cuerpos.
Los empujones por la espalda de quienes guiaban aceleraban el andar. Poco se podía ver al caminar y los pies de Pedro sobrepasaban ya el tamaño de sus zapatos. Un paso mal dado hizo que su cuerpo abrazara en el piso una hojarasca llena de lodo, mientras su cabeza golpeaba la punta de la bota de uno de los que guiaba el camino. En su boca había algo de barro y hojas. Hubiera dado todo porque fuera algo que deleitara su paladar.Hacía ya dos días, que había comido lo que había querido en el hotel y lo último que había ingerido había sido temprano, cuando apenas el sol es exhibía en el cielo. Un ruido quemaba su estómago desde las horas de la tarde, al tiempo que su boca se abría y cerraba en lapsos muy cortos. Un niño bostezando en los brazos de una mujer le llegaba a su mente. Ella en el semáforo y el brazo estirado, mientras indiferente subía el vidrio. Las mejillas curtidas del rostro gris con la mirada angelical permanecía en su mente al tiempo que el estómago ardía. Ahora era él quien imploraba por comida, deseando que ese trozo de barro calmara ese vacío que dolía.
Un hombre le ordenaba que se parara rápido, mientras que el frío de la punta de un cañón tocaba su frente. Su amigo Luciano ayudaba a levantarlo, mientras escupía los últimos trozos de hojas. Tiempo después se detuvieron. Ello servía únicamente para dejar de caminar, pues el dormir era sólo cómodo en la memoria y la culpa la tenían los miles de insectos que merodeaban alrededor, la alfombra de barro con hojas húmedas y el frío que se resistía a abandonar la ropa mojada que llevaban puesta.
La oscuridad absorbía el espacio y el silencio sólo era agredido por una armonía incesante de chicharras, y uno que otro sollozo de quienes ardían en angustia. El cielo de nuevo lloraba, y su llanto lastimero hacía que ellos también lloraran.
El ardor en el estomago de Pedro era cada vez más intenso. Sentía ahora dolor en su quijada de tanto abrirla y cerrarla a la vez que sentía su cabeza como sí le crecería cada minuto. Luciano y la otra persona ya estaban masticando algunas hojas del camino, mientras que tomaban el agua que caía del cielo acumulándola en las palmas de sus manos. Las chicharras continuaban su llanto incesante, como el cielo, como su hambre. El rostro del niño llegaba de nuevo a su cabeza. Sus ojos brillosos, su madre angustiada. Siempre ahí, su brazo estirado, su mano abierta esperando recibir en el mismo semáforo. Pedro sin hacer nada siempre se iba.
Cuando la oscuridad empezaba a desteñirse, y ocn el cielo aún sollozando, dos mujeres armadas llegaban con una olla negra, grande y llena de hendiduras por todos lados. La ansiedad se apoderaba de los que iban encadenados y los armados. Cualquier cosa que hubiera en la olla sería un manjar. Ya Luciano había recibido su porción y le mostraba a Pedro el arroz con lentejas duras. La mujer que servía le aclaraba que no eran lentejas, eran piedras. Era arroz con piedras. A Pedro no le importaba, quería tener en su boca algo que comer. Estiraba su brazo para recibir en un recipiente lo que sería su manjar. La imagen del rostro del niño llegaba a su mente, cargado por su mamá con un solo brazo, mientras el otro se estiraba pidiendo algo para comer. La mirada llena de angustia de la mujer en el semáforo estirando el brazo para pedir comida, se sobreponía al de aquella mujer armada que lo tenía estirado para darle a él comida. Pedro se quedaba suspendido en el tiempo para constatar lo que había en su mente: No era imaginación, era esa misma mirada que ahora no estaba en su mente, estaba en frente suyo sirviéndole para calmar su hambre. El cielo no podía dejar de llorar.