"Nadie
te hará daño nunca, hijo. Estoy aquí para protegerte.
Por eso nací antes que tú
y mis huesos se endurecieron antes que los tuyos"
Juan
Rulfo.
En
silencio, como si fuera un adulto que escucha atentamente una conversación
importante, la niña nos miraba. Mientras, en el diálogo su papá narraba el
camino espinoso que recorría para que la EPS brindara la atención que su hija
necesitaba. Ahí sentadita sobre la silla, con sus piecitos incapaces de llegar
al piso, sus moñitas sujetando los cabellos, algunos rulos descolgados sobre sus
cachetes y esas gafitas antepuestas a la mirada, conjugaban perfectamente lo
angelical de un ser con más de 3 añitos de vida.
Dos
años y algunos meses atrás, sus padres, estaban con el entusiasmo natural de querer verla caminar. Todo parecía normal,
pero extrañamente notaban que la bebé se tropezaba con los objetos de la casa.
Varias visitas al pediatra no evidenciaban problema alguno, todo estaría normal
dentro del proceso de crecimiento y desarrollo.
Su
papá, inquieto, fue más allá. Curioso y ansioso, investigaba sobre los
comportamientos motrices extraños, especialmente cuando la niña empezaba a
caminar. Poco tardó en encontrar una manera de poder identificar lo que
sucedía: tapó uno de los ojitos con una mano, ante lo cual la niña con sus
primeras posibilidades de comunicación oral le manifestó: “No puedo ver.” Sus
palabritas cambiarían por siempre, el mundo y la forma de verlo, en ella y en
toda su familia. No veía y nunca más lo haría por ese ojito. Se había
desarrollado un cáncer ocular, un retinoblastoma, que en la mayoría de los
casos afectan a los niños menores de 2 años.
La
angustia por las demoras en los tratamientos ordenados por el médico
especialista y el miedo de que el tumor al expandirse causara daño al otro
ojito, para así acabar completamente con la vista, hizo que en aquella época me
visitaran. Mientras el buscaba en la carpeta los ordenamientos médicos,
cautivado por el aura angelical, le ofrecí uno de los dulces que guardaba en mi
escritorio. Ella miro a su papá y algo asustada se negó.
La
noticia del cáncer llevó a su familia a investigar, a leer, a buscar la manera
de como entre todos, pudiera generarle bienestar, salud y sobre todo evitar que
el tumor hiciera más daños. A pesar que la niña jugaba como las demás, empezaron
a cambiarle sus hábitos alimenticios. La acostumbraron a no comer ningún
producto ultraprocesado. Su papá le preparaba todos sus alimentos, con los
nutrientes que después de leer, se consideraban necesarios. Preparaban su
propio pastel y le cambiaban los dulces por todo tipo de preparación casera.
Antes,
las quimioterapias necesarias para combatir el tumor, habían hecho su tarea
doble: luchar contra el cáncer y modificar las condiciones físicas y cotidianas
de la niña y su familia. Sin cabello en su cabecita, las alternativas fueron
las pañoletas y desde luego que su papá quedaría también sin ningún cabello
sobre su cabeza. El propósito era hacerla y verla, lo más feliz que pudieran.
A
pesar de todo, la niña en su mundo seguía feliz, adaptándose a su forma de
mirar el mundo: Correteaba, jugaba con sus amigas, consentía sus muñecas y
aprendía a despreciar los dulces, papitas y pasteles que le ofrecían en sus
fiestas infantiles. Feliz, excepto cuando en sus recaídas llegaba a un hospital
para quedarse algunos días. La única felicidad en aquellos momentos era tener
siempre la compañía de su mamá o su papá, que nunca la dejaban sola.
Después
el problema fue la EPS. No autorizaban los tratamientos y cuando lo hacían, no
se generaba la cita. Y ahí estaba su papá. Sacando los expedientes, pidiendo
ayuda, gritando y exigiendo apoyo del Estado ante un derecho fundamental, que
afortunadamente, a pesar de las demoras, al final recibió.
Hoy
ya tiene algo más de 5 años. La esperanza y las ganas de vivir y crecer como
nosotros la tiene ella y sus papás también. Ya ellos cumplieron uno de sus
sueños: conoció el mar. Su anhelo ahora es como el que tuvimos todos y como el
que tiene cualquier niño del mundo: quiere crecer y quiere ser grande.
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