domingo, 3 de septiembre de 2017

El día en que ví al Papa.






Llevaba mucho rato esperando. No sé cuánto tiempo había pasado. Menos mal no estaba sólo. Éramos muchos, muchísimos niños. Aunque no sabía cuántos. A pesar que nos tocaba quedarnos en el lugar donde nos acomodaron, y que de vez en cuando el cielo amenazaba con su lluvia, estábamos ahí: juiciosos formando uno a uno líneas rectas humanas, una detrás de otra. Habían niños de lado a lado, dejando libre un camino justo donde pasaría el carro. Nos habían llevado de la Escuela. Estaban muchas otras escuelas representadas en otros niños.

Meses antes caían y caían durante muchas horas, miles, quizá millones, de gotitas de agua del cielo. Era la noche de un día en que no sabía la fecha, ni el nombre del día. Tampoco sabía cuántos días pasaron sin que saliera el sol. Jugaba encima de la cama que estaba más alta de lo normal. Algunos ladrillos la elevaban para evitar que el agua que se entraba a la casa alcanzara el colchón. Enredado entre las almohadas y el toldillo veía en un diminuto televisor imágenes a blanco y negro de gente saliendo de un lodazal gigantesco. Una niña con el agua al cuello la entrevistaban. Un helicóptero y muchas personas vestidas de naranja cargaban a las personas en camillas. Las personas lloraban, otras gritaban. Parecía que allá también llovía desde hacía quien sabe cuánto. 

El esperar me ponía inquieto. El profe nos regañaba de vez en cuando para que nos quedáramos en el sitio donde nos había puesto. En la escuela estaba aprendiendo que significaba la palabra poliglota y aprendía a ubicar en el mapa a Polonia. Era una escuela pública donde estudiábamos los niños que vivíamos en un lugar marginal de Cali, recién colonizado y donde sufríamos por la falta de agua y energía en la casa. Abundaban los mosquitos, los olores de las aguas residuales y las inundaciones en temporada de lluvias. Lo llamaban Distrito de Aguablanca. Fue desde la escuela la Anunciación donde le habían pedido a mi mamá autorizar llevarme con algunos de mis compañeros allá donde nos alineamos para esperar mucho tiempo. 

En épocas de mucha lluvia, caminar para ir y volver de la escuela era tan emocionante como ver entrar el agua del río Cauca  por debajo de la puerta de la casa. Charcos gigantes y decenas de ranitas me acompañaban por esos días hasta llegar a ella y volver a casa. En esos días nunca faltaba el programa de noticias en el televisor. Cuándo vi a la gente llena de barro, días antes pasaron imágenes de tanques de guerra subiendo unas escaleras de un edificio grande. Soldados disparaban, y se tiraban de un helicóptero. Se veía un edificio de columnas muy gruesas con llamas enormes. Los soldados sacaban a la gente del lugar agachada, mientras se oían disparos. La gente también lloraba. No entendía muy bien lo que pasaba, pero en dos semanas nunca se dejó de ver el noticiero.

Después de mucho esperar nos hicieron poner firmes y de pie. En mi mano tenía una banderita blanca hecha de papelillo y un palito que servía como asta. Los otros niños también tenían. Estaba en primera fila, me sentía afortunado. Cuando menos pensamos y después de pasar algunas motos, vi cómo se acercaba un carro. No era común y corriente, era como un camioncito con una cabina grande atrás cubierta de un vidrio transparente. Ahí dentro estaba él, parado con un vestido blanco e impecable y con ese gorrito redondo sobre su cabeza que dejaba ver unos pelitos plateados. Repartía bendiciones a lado y lado. Pasó en frente de mí dando la espalda y justo cuando se ponía de frente el carro se alejaba. Fueron poquitos los segundos viéndolo hasta que desapareció.  La espera había terminado. Bastó ese jueves de 1986 para que un instante fugaz, me hiciera eterno a Karol Wojtyla. Nunca olvidaría ese nombre, el del papa Juan Pablo II.

El 6 de noviembre de 1985 el grupo guerrillero M-19 se tomó el palacio de justicia.
El 13 de noviembre de 1985 ocurrió la tragedia de Armero.

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