Llevaba mucho rato
esperando. No sé cuánto tiempo había pasado. Menos mal no estaba sólo. Éramos
muchos, muchísimos niños. Aunque no sabía cuántos. A pesar que nos tocaba
quedarnos en el lugar donde nos acomodaron, y que de vez en cuando el cielo
amenazaba con su lluvia, estábamos ahí: juiciosos formando uno a uno líneas
rectas humanas, una detrás de otra. Habían niños de lado a lado, dejando libre
un camino justo donde pasaría el carro. Nos habían llevado de la Escuela. Estaban
muchas otras escuelas representadas en otros niños.
Meses antes caían y caían
durante muchas horas, miles, quizá millones, de gotitas de agua del cielo. Era la
noche de un día en que no sabía la fecha, ni el nombre del día. Tampoco sabía
cuántos días pasaron sin que saliera el sol. Jugaba encima de la cama que
estaba más alta de lo normal. Algunos ladrillos la elevaban para evitar que el
agua que se entraba a la casa alcanzara el colchón. Enredado entre las
almohadas y el toldillo veía en un diminuto televisor imágenes a blanco y negro
de gente saliendo de un lodazal gigantesco. Una niña con el agua al cuello la
entrevistaban. Un helicóptero y muchas personas vestidas de naranja cargaban a
las personas en camillas. Las personas lloraban, otras gritaban. Parecía que
allá también llovía desde hacía quien sabe cuánto.
El esperar me ponía
inquieto. El profe nos regañaba de vez en cuando para que nos quedáramos en el
sitio donde nos había puesto. En la escuela estaba aprendiendo que significaba
la palabra poliglota y aprendía a ubicar en el mapa a Polonia. Era una escuela pública
donde estudiábamos los niños que vivíamos en un lugar marginal de Cali, recién
colonizado y donde sufríamos por la falta de agua y energía en la casa. Abundaban
los mosquitos, los olores de las aguas residuales y las inundaciones en
temporada de lluvias. Lo llamaban Distrito de Aguablanca. Fue desde la escuela la
Anunciación donde le habían pedido a mi mamá autorizar llevarme con algunos de
mis compañeros allá donde nos alineamos para esperar mucho tiempo.
En épocas de mucha
lluvia, caminar para ir y volver de la escuela era tan emocionante como ver entrar
el agua del río Cauca por debajo de la puerta de la casa. Charcos gigantes y decenas
de ranitas me acompañaban por esos días hasta llegar a ella y volver a casa. En
esos días nunca faltaba el programa de noticias en el televisor. Cuándo vi a la gente llena de barro, días antes pasaron imágenes de tanques de
guerra subiendo unas escaleras de un edificio grande. Soldados disparaban, y se tiraban de un
helicóptero. Se veía un edificio de columnas muy gruesas con llamas enormes. Los
soldados sacaban a la gente del lugar agachada, mientras se oían disparos. La gente también lloraba. No
entendía muy bien lo que pasaba, pero en dos semanas nunca se dejó de ver el
noticiero.
Después de mucho esperar
nos hicieron poner firmes y de pie. En mi mano tenía una banderita blanca hecha
de papelillo y un palito que servía como asta. Los otros niños también tenían. Estaba
en primera fila, me sentía afortunado. Cuando menos pensamos y después de pasar
algunas motos, vi cómo se acercaba un carro. No era común y corriente, era como
un camioncito con una cabina grande atrás cubierta de un vidrio transparente. Ahí
dentro estaba él, parado con un vestido blanco e impecable y con ese gorrito
redondo sobre su cabeza que dejaba ver unos pelitos plateados. Repartía bendiciones
a lado y lado. Pasó en frente de mí dando la espalda y justo cuando se ponía de
frente el carro se alejaba. Fueron poquitos los segundos viéndolo hasta que
desapareció. La espera había terminado. Bastó
ese jueves de 1986 para que un instante fugaz, me hiciera eterno a Karol Wojtyla. Nunca olvidaría ese
nombre, el del papa Juan Pablo II.
El
6 de noviembre de 1985 el grupo guerrillero M-19 se tomó el palacio de justicia.
El
13 de noviembre de 1985 ocurrió la tragedia de Armero.