lunes, 23 de julio de 2012

Mañana me irá mejor.

Mañana me irá mejor.
Cuento.
Por Alexánder Camacho Erazo.


 A todos aquellos que perdieron sus vidas en los campos 
 y renacieron muriendo en las ciudades. 

La tierra del piso se desborona en cada pisada. En tiempos de lluvia se traga los zapatos y los pies descalzos de los niños que corretean sobre los charcos. El calor hace que la tierra se convierta en polvo y se respira todo el tiempo un aire amarillento que envuelve todo lo que hay a su alrededor. Cuando llega la noche, aparecen nubes ventiladas por miles de zancudos, a la vez que el silencio se espanta con el coro eterno de cientos de chicharras. Los perros permanecen echados debajo de los pies de las señoras que acostumbran a sentarse en la entrada de sus casas y los niños corretean serpenteando por las casas. 

Algunas casas están hechas de bahareque estucado con barro. Sus techos están remendados con latas y cartones gruesos acuñados con piedras para evitar que el viento los levante. La mayoría de las puertas mantienen abiertas, dejando que la esperanza entre y salga a su antojo. Las irregulares calles tienen unas pequeñas zanjas a los lados que sirven como desagüe en tiempos de lluvia. Los patios traseros colindan con los frentes de las otras casas y entre ellas un piso desnivelado de angosto tamaño es el camino, donde sólo podrían caminar hasta cinco personas una al lado de la otra. El sonido del río sin vida que recorre el costado del caserío los acompaña como los segundos que transcurren en el reloj, dando armonía a la melodía que están por el destino designados (o resignados) a escuchar. Cientos de insectos revoletean sin rumbo y algunos chapules aparecen como bombillos intermitentes en los matorrales. 

La noche era ya profunda. Los martilleos de quienes aprovechaban el tiempo libre para arreglar o construir sus casas, el croar de los sapos, el cantar de las chicharras, y los pasos fuertes de algunos hombres que llegaban a sus casas, ensordecían el silencio. Uno de esos hombres era Néstor, con su caminar lento y atropellado. Con la mirada clavada en el piso, esquivaba algunos promontorios pequeños y subía cuidadosamente una escalera improvisada hecha de tierra. Tenía una camisa de botones, amarilla y de una tela casi que invisible, un pantalón café y unas botas casi sin suelas, polvorientas y sin un color reconocible. Llegaba con un bolso tejido en hilo, terciado entre la nuca y un costado de su espalda, en el que cabe a diario la esperanza de sus dos hijos y su esposa. Una tímida luz amarilla aparecía en el camino y el andar torpe se interrumpía abruptamente por dos niños que se le tiraban encima. Con sus pocas fuerzas y unas manos eternamente hinchadas lograba sostener a sus pequeños. El rostro duro y de tono calcinado se distendía con una pequeña sonrisa, al tiempo que sentía duros chuzones en la cabeza. 

Carmelina estaba a la entrada de la casa. Sentada en una silla remendada de madera, unía con hilo trozos de tela para construir poco a poco una sábana para la cama de sus hijos. La vida joven que certificaba su edad, poco le ayudaba a sostener firmeza en un rostro que estaba ajado de los muchos momentos difíciles en su corta vida. La aguja que sostenían los dedos, se quedaba en medio de las dos telas paralizada, cuando los pies de Néstor llegaban al suelo de tierra dura que estaba dentro de la casa. Emocionada se paraba y en un abrazo le hacía sentir que valía la pena vivir. 

Los ladridos del perro casi que anulaban las palabras, y para Néstor era lo mejor, pues en su mente no tenía como explicar que esta vez su bolso no tenía lo suficiente para la tranquilidad de su familia. Mientras los niños se alejaban gritando, Néstor sacaba de su bolso un pedazo de panela y unas rodajas de pan. Un taco en su garganta no dejaba que sus palabras salieran, necesitaba hablar, explicar que eso era todo lo que habría para la noche y el otro día. Carmelina recibía la ofrenda con una fingida sonrisa y sin pronunciar palabras, dirigía sus ojos brillantes hacia una vasija mallugada y tiznada. Parecía entender el mensaje de su esposo. Al poner el trozo de panela con agua sobre una improvisada estufa de leña, su mente quedaba estancada. También tenía que armar palabras y decirle a Néstor que estaba embarazada. Sus ojos quedaron detenidos en el tiempo mirando hacia la nada… sin mente y sin tiempo. 

Néstor había crecido en el campo. Su niñez la vivió correteando por los arados, ayudando a esparcir la semilla y a arriar la mula. Una que otra casita de esterilla, rellena de barro y pintadas con cal, adornaba el paisaje fresco y coloreado de verde. En las tardes acompañaba a su abuela, quien se dedicaba a coser los vestidos de sus tías, mientras él jugaba con los retazos que iban quedando en el piso. Algunas veces, su tía inesita le ayudaba a entender lo que decía en los periódicos que lograban llegar de la ciudad; así pudo en poco tiempo leer las tiras cómicas y resolver los pasatiempos. Nunca fue a la escuela. En su temprana juventud tuvo un hijo con Carmelina, quién vivía cerca al caserío. 

Carmelina vivía con su madre y sus tres hermanas. Crecieron oliendo las lechugas y zanahorias que vendían todos los días en la plaza del pueblo. Sus vidas se unieron después de encontrarse muchas veces en la plaza del mercado cuando Néstor llegaba con los bultos de lechugas después de la cosecha. Todo esto pasaba mientras las balas, las minas y las bombas se acercaban cada vez más al lugar donde vivían. 

Lo inevitable llegaría: hombres con botas y armas, acabarían las ganas de arar la tierra, de respirar olor a verde, de amar la vida. Ya eran dos los hijos y Néstor tendría que salir con las manos vacías. Sólo se pudo llevar a su compañera y sus dos hijos, obligados por la guerra, en la que muchos ganan y los del campo pierden. 

Hacía más de un año habían llegado a la ciudad con el hambre encima. No había nadie que los orientara y mucho menos les diera un albergue. Cual nómadas modernos intentaban hospedarse en el sitio que les diera alguna “comodidad” fugaz. Una iglesia, un semáforo, una esquina, cualquier lugar era convertido en vivienda. El hambre lo calmaba la limosna, mientras Néstor buscaba hacer cualquier trabajo que pudiera con sus manos. Hace algún tiempo llegaron a un caserío ilegal. Sus vecinos provenían de muchos lugares y cómo pudieron armaron sus casas con madera o cualquier material que pudiera servir. Cómo la mayoría de sus vecinos, salía a las calles a buscar que hacer y a conseguir a diario para la comida de su familia. Carmelina se quedaba en casa la mayoría de las veces. De vez en cuando se dedicaba a coser sandalias a cambio de un irrisorio sueldo. 

El Agua de Panela hervía y Carmelina luchaba para desatar el nudo que le impedía decirle a Néstor que un tercer hijo venía en camino. Delicadas gotitas de agua se desprendían del cielo, afinando una aguda melodía con los impactos en las latas de los techos. 

Un pocillo esmaltado con señales de haberse caído muchas veces se llenaba lentamente del líquido rojizo y el humo no dejaba ver el filo del vaso. Los ojos cristalinos de Carmelina empezaban a enjugarse cada vez más, hasta no soportar la fuerza de sus lágrimas que se arrojaron abismalmente hacia el infinito. Al notarlo, Néstor se acercó y pasó sus dedos sobre las mejillas de su amada. Era el momento de hablar y como pudo logró salir de su boca una voz nerviosa que le habló al oído: "No se preocupe mija, mañana me irá mejor".

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